Durante el siglo XVIII, la Corte fue cuestionada y criticada al tiempo que surgía la idea de nación y nacía la cultura burguesa o nacional. Esta nueva forma de ver el mundo, la cultura conllevó, obviamente, un nuevo tipo de ciudad, y entre las ciudades, la utopía urbana de la capital. El término “civilización” estuvo estrechamente unido al de “progreso”. Ambos términos, reflejaban la conciencia de un cometido particular de Europa en la evolución de la humanidad, cometido al que habría llegado gracias a los adelantos del comercio, la industria, la imprenta y, en definitiva, al avance de las ciencias y de las artes. En el siglo XVIII este progreso aún se pensaba dentro de un modelo cortesano de Monarquía, en el que la filosofía práctica clásica aún estaba presente en la forma de despotismo o absolutismo ilustrado.
En 1749, Rousseau escribió su ensayo Si el progreso de las ciencias las artes ha contribuido a corromper o mejorar las costumbres, que no solo se limitó a negar que el progreso de las artes y de las ciencias mejoran la moral, sino que además afirmó todo lo contrario, que tal progreso siempre conduce a la corrupción moral. Esta inversión de los valores naturales en la sociedad había provocado la sustitución de la realidad por la apariencia. Al hombre moderno, al cortesano, no le importaba lo que era, sino lo que parecía ser. La apariencia no mostraba lo que el hombre era, sino encubría su naturaleza original. El hombre se había alienado de su propio ser y había adquirido un ser artificial. Las artes y las ciencias necesitaban para florecer una atmósfera de lujo y de ocio; surgían, en realidad, de vicios del alma. La sociedad dominada por las artes y ciencias estaba llena de desigualdad, de corrupción. Para Rousseau era preciso dar fin a esa cultura. Era el momento de un nuevo orden y un nuevo hombre, el ciudadano.
Secciones
- Las transformaciones de la corte y la casa real
- Vivir y sobrevivir en la corte
- De la Corte al Estado
- Del patrimonio dinástico al patrimonio nacional
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